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Voces que no se escuchan

Experiencia

Doctor, escucho voces.

— ¿Qué voces, Consuelo?

—Son voces en mi cabeza. Siempre están comentando lo que hago o dejo de hacer. Al principio pensé que era Dios, pero son voces muy malas. Hablan cosas crueles… ¡Me asustan!

Tras ese episodio, Consuelo C., que entonces tenía 18 años, fue diagnosticada en 2009 con esquizofrenia. Como ella, otros 170.000 chilenos –más que todos los habitantes de Chillán– padecen la enfermedad. Aunque los médicos afirman que la esquizofrenia no tiene cura y que los pacientes deben medicarse de por vida, el doctor Eduardo Durán dio de alta a Consuelo en febrero de 2015. Ahora ella debe asistir a consultas semestrales con el psiquiatra, quien le hizo prometer que si vuelve a escuchar voces y alucinar, retorne inmediatamente a su tratamiento.

Consuelo está terminando sus estudios de Ingeniería en la Universidad Católica y sueña con abrir un centro de apoyo a pacientes con esquizofrenia. Pese a que decidió compartir su historia para este reportaje, pidió ocultar su apellido: tiene miedo de que la juzguen por haber estado internada en un hospital psiquiátrico diagnosticada con esa enfermedad.

Generalmente no se logra identificar si una persona tiene esquizofrenia hasta que se produce un episodio como el que le ocurrió a Consuelo. La Organización Mundial de la Salud (OMS) destaca que lo más común es oír voces o sufrir delirios, pero que la enfermedad también se caracteriza por distorsión de las percepciones, las emociones, el lenguaje, la conciencia de sí mismo y la conducta. “De pronto yo sentía que mi alma salía de mi cuerpo y viajaba por ahí. Iba a otros lados, sentía otras brisas. Me desconectaba de mi físico y no sabía cuánto tiempo había pasado”, recuerda Consuelo.

Aún se desconocen las causas de la esquizofrenia y las investigaciones no han logrado identificar un único factor. Entre las teorías de los médicos están la genética, un parto problemático y el consumo exacerbado de alcohol o drogas, sobretodo en la adolescencia. Sin embargo, Consuelo afirma que nadie en su familia tiene o tuvo esquizofrenia, que su nacimiento se dio fácilmente y que en el momento en que su enfermedad fue detectada había cumplido recién los 18 años, por lo que sólo había consumido algunas latas de cerveza en toda su vida.

Bajo las indicaciones de los psiquiatras Alejandro Gómez y Eduardo Durán, entonces director de la Escuela de Psiquiatría de la Universidad de Chile, Consuelo fue internada en la Clínica San José.

No sabía que la clínica sería su morada durante dos meses. Tampoco podía imaginar que no alcanzaría a estar presente en la ceremonia de graduación de cuarto medio y que no daría la PSU. En ese período, Consuelo subió 20 kilos, recibió visitas de sus padres todos los días y dice que no sintió pasar el tiempo.

Pagar el precio

En Chile, la esquizofrenia está integrada desde 2006 en el Plan de Garantías Explícitas de Salud (GES) –el antiguo AUGE–, que obliga a Fonasa y las isapres a asegurar el acceso, la calidad, la oportunidad y la protección financiera a los pacientes. El GES cubre el 80% de los gastos de diagnóstico y tratamiento del esquizofrénico. El 20% restante es financiado por el paciente, quien desembolsa entre $1.600 y $13.200 como máximo.

La psiquiatra de la Universidad Andrés Bello y Jefa de la Unidad Clínica de Cetep, Berta Muñoz, afirma que pese a las facilidades del GES, las familias que cuentan con los recursos financieros necesarios suelen preferir las clínicas privadas que no están contempladas en el plan y que representan un gasto elevado porque ofrecen un mejor servicio que de los hospitales públicos.

Cuando Consuelo fue internada, sus padres eligieron la Clínica San José, que no pertenecía al GES. “Mi madre vio el hospital que estaba incluido en el plan, dijo al doctor que la acompañaba que yo me iba a podrir allá, que jamás me dejaría ahí”, comenta. “Ese hospital no contaba con enfermeras de vocación, ni con la compañía, la vigilancia y las actividades de entretención que Consuelo necesitaba”, afirma su madre.

La mensualidad de la clínica, sin contar la medicación y los honorarios médicos, costaba 6 millones de pesos. Además, durante dos meses, todos los lunes compraba Leponex, un remedio que según los doctores era el que ofrecía mejores resultados entre los disponibles en el mercado en ese momento.

Adicionalmente, para tratarse con el medicamento, cada lunes Consuelo tenía que hacerse un examen sanguíneo. Dos horas más tarde, con el resultado en mano, su madre debía ir al psiquiatra para obtener la receta, porque Consuelo no podía salir de la clínica. De ahí, pasaba a la farmacia Ahumada de la Posta Central, la única con permiso para vender el medicamento, cuyo precio bordeaba los $70.000 y se devolvía a la clínica para entregárselo a su hija. En total, su mamá ocupaba seis horas en el trámite y gastaba más de cien mil pesos.

La psiquiatra Berta Muñoz afirma que lo vivido por la familia de Consuelo durante ese período no dista mucho de lo que ocurre hoy. Según la doctora, existen cuatro formas de que los pacientes obtengan los remedios: a través del GES, de muestras médicas, del pago completo en las farmacias o acercándose a un puesto de la Liga Chilena por la Epilepsia, entidad que vende fármacos fraccionados de las enfermedades que afectan el sistema nervioso central.

“Excepto por la Liga, en Chile no existe la posibilidad de comprar medicamentos fraccionados según la dosis correspondiente a cada uno de los pacientes. Eso hace que muchos gasten más dinero de lo necesario, porque la caja trae más comprimidos de los que se deben consumir”, asegura Muñoz. La doctora comenta que la población generalmente no sabe que se pueden comprar los remedios en las sedes de la Liga Chilena Contra la Epilepsia y agrega: “infelizmente, no existen muchas sedes”. Hay siete en Santiago y seis en regiones.

Los prejuicios

Hasta la década del 90, antes del desarrollo de la farmacoterapia que posibilitó un mejor tratamiento de la esquizofrenia, los médicos utilizaban camisas de fuerza, electroshock y encierro permanente de sus pacientes. Eliana Amirá es terapeuta ocupacional desde 1978. Ella afirma que en esa época, el número de enfermos que vivía en los sanatorios superaba los 300. Hoy, gracias a la evolución de los antipsicóticos, a lo más 30 pacientes con esquizofrenia deben permanecer internados en los hospitales. Los demás se van a sus casas o a hogares protegidos.

Desde 2008 la OMS realiza un programa de acción para superar la brecha en salud mental. Dicho plan pone énfasis en eliminar los prejuicios hacia las enfermedades mentales, sobre todo la esquizofrenia y llama a los países a tener una legislación clara en cuanto a los derechos y deberes de personas con esos males. Pese a que médicos chilenos han solicitado una Ley de Salud Mental en el país, en Chile aún no se ha logrado la promulgación de ese código, lo que según la psicóloga Leyla Moreno: “dificulta la protección de los derechos de las personas con trastornos mentales y limita el acceso a la educación, la vivienda y el empleo”.

Moreno es la coordinadora general de la Corporación de Familiares y Amigos de Personas con Esquizofrenia, (CORFAPES), un centro de rehabilitación psicosocial e inclusión para personas que la padecen y sus cercanos. “Cuando se detecta tempranamente la enfermedad, los pacientes vuelven fácilmente a sus funciones. Pero la sociedad aún cree que los que padecen de esquizofrenia son peligrosos y no quieren estar en contacto con ellos. Para reinsertar a los pacientes es necesario desmitificar y eso es lo más difícil”, explica Moreno.

Si bien en Chile no existe una legislación específica para la salud mental, los pacientes con enfermedades psíquicas como la esquizofrenia son considerados en la Ley 20.422 de inclusión laboral a personas con discapacidad. Esta norma busca igualdad de oportunidades entre las personas que padecen alguna enfermedad mental y las de otro tipo.

Para llegar a reinsertarse tras episodios psicóticos, el Minsal advierte que los pacientes deben recibir en las clínicas y hospitales actividades de reforzamiento de su autonomía. Consuelo recuerda que cuando estaba en la clínica tocaba piano, dibujaba y cocinaba. “Para mí fue todo muy agradable. Yo lo pasaba bien en la clínica, alrededor mío había puras mujeres dulces y bellas. Quienes sufrían eran mis papás, porque tenían pena y la pena no se quita, pero yo estaba bien”, cuenta ella.

La terapeuta ocupacional Eliana Amirá afirma que la motivación por parte del paciente es fundamental para poder seguir adelante. “Nuestra misión es encontrar algo que les llame la atención, que haga que quieran volver a la sociedad, a ser proactivos”, comenta. En búsqueda de despertar interés en sus pacientes, la terapeuta inició talleres de repostería en el Instituto Psiquiátrico Dr. José Horwitz Barak (ex Manicomio Nacional) el año 2002.

El grupo empezó a vender panes y queques en los alrededores del instituto. Eso motivó al entonces director del hospital a abrir una panadería en la que sólo trabajara gente con enfermedades mentales. Fue así que en 2004 Masitas Ruhue abrió sus puertas bajo la dirección de Amirá. El proyecto se ha consolidado con dos panaderías, una en la Calle Santos Dumont, en Independencia, y otra en la intersección de Patronato con Dardignac.

En Masitas Ruhue los horarios de trabajo respetan las limitaciones de cada funcionario según su grado de esquizofrenia. Los que trabajan cuatro horas diarias reciben un sueldo de $17 mil pesos semanales y los que hacen siete horas ganan $45 mil por semana. Además, se les paga el almuerzo ($1.700 diarios) y les dan bonos por producción. Amirá afirma que al volver a trabajar muchos esquizofrénicos lograron asumir su enfermedad frente su entorno..

“Ocultar la esquizofrenia acarrea un estrés que no les hace bien”, dice la especialista y recuerda el caso de un hombre llamado Felipe. “Cuando él finalmente aceptó que padecía esquizofrenia se volvió un gran bromista entre nosotros”, comenta. En una oportunidad, un vendedor de mariscos gritaba afuera de Masitas Ruhue: “locos, locos, quién quiere locos”, a lo que Felipe respondió: “¿y para qué va a querer más locos la señora Eliana si ya nos tiene a todos nosotros?”.

Sobre la autora: Amanda Marton es alumna de último año de Periodismo y este reportaje es parte de su trabajo en el Taller de Prensa impartido por el profesor Juan José Lagorio. El artículo fue editado por Juan Pablo Casado como colaborador de Km Cero. 

Fuente: Kilómetro Cero